San Sebastián 2017: Nobuhiro de guion en el palmarés

viernes, octubre 13, 2017 0 Comments A+ a-

Con una Sección Oficial cuyo nivel medio volvió a quedarse lejos de alcanzar unos mínimos de calidad, fue algo verdaderamente sorprendente encontrar dentro de su marco una de las tres mejores películas de todo el festival, Le lion est mort ce soir. Sorprendente únicamente por las bajas prestaciones ofrecidas por su competencia, pues no es ninguna sorpresa que Nobuhiro Suwa, que ya había dirigido cinco excepcionales cintas, sea capaz de presentar otro trabajo de esa categoría. Lo que había era cierta desconfianza: ¿por qué su largometraje competía en la Sección Oficial de Donostia y no en otra más relevante, más adecuada a sus características? Algunos podrían pensar que en el Zinemaldia es más fácil hacerse con algún premio importante que en otros certámenes, pero nada más lejos de la realidad, y si no que se lo pregunten a Bonello, que el año pasado se fue de vacío con Nocturama. Al menos Hong Sang-soo se pudo conformar con una Concha de Plata al mejor director, premio insignificante para un título como Lo tuyo y tú, uno de los mejores de su cineasta y el mejor de cuantos compitieron en la sección. Esta edición, cumpliéndose todo pronóstico, Suwa y su obra maestra se fueron de vacío. Pero aquí hemos venido a hablar de su película, no de la mediocre Sección Oficial, a la cual dedicaremos otro texto más adelante.


Le lion est mort ce soir es una obra maestra por multitud de razones. Su aparente ligereza, el carácter lúdico que presenta en dos de las tres líneas narrativas en las que se divide, esconde una profunda y sentida reflexión sobre el paso del tiempo y la memoria, además de trabajar de forma transparente las dualidades vida-muerte, realidad-ficción, infancia-vejez y realidad-ensoñación. Y no había nada mejor para vertebrar todas esas cuestiones que la figura de Jean-Pierre Léaud, que aquí interpreta a un actor que tiene que fingir su muerte en una escena de su nueva película —si el guiño a La muerte de Luis XIV es claro, todavía lo es más el homenaje que significa esta obra a la carrera del intérprete—, que está siendo rodada en una localidad costera del Sur de Francia. Cuando el rodaje se detiene por unos días, Jean —así se llama en la primera de las ficciones, donde su función es más compleja que morir, y eso que pasar a mejor vida no parece tarea sencilla— decide visitar a una mujer que formó parte de su vida, para que ésta, en un reencuentro en el que se entrevén rencores, le sugiera que se ha equivocado, que no quería visitarla a ella sino a otra persona. Llega así el momento en el cual la cinta se comienza a fracturar por completo, donde la muerte se convierte en vida y la vida en muerte, con una larga visita a una casa abandonada donde, espejos traicioneros mediante, la dualidad hace acto de presencia y la película se transforma en otra cosa, una a cada rato y todas al mismo tiempo, condensando así gran parte del cine y de la vida —¿acaso a estas alturas sabrá Léaud qué es cada una?—.


Suwa, en la búsqueda de mostrar el placer de hacer cine y su naturalidad, de hacer que prime lo liviano frente a lo serio y trascendental, halla la grandeza de las pequeñas cosas, la puesta en imágenes de todos esos momentos que tantas veces se omiten en elipsis. También se encarga de establecer sistemas formales muy distintos para cada una de las tres líneas narrativas, diferenciando así sus naturalezas. No obstante, hay un patrón que se repite en todas ellas: la vivacidad de los colores y un juego con la iluminación que solo se ausenta parcialmente en el interior de la casa. Pero, mientras en la primera —en la que Jean está siendo filmado— es la propia consciencia de la cámara el elemento definitorio de su naturaleza, en la segunda y la tercera serán sus movimientos o su quietud los que nos guíen en este intrincado camino entre lo real y lo imaginado. El cineasta japonés recupera la sensibilidad y transparencia de Yuki & Nina para filmar a unos niños que a su vez están grabando una película de terror, de la que Jean termina formando parte como un elemento más de la gran estancia abandonada, como una presencia que en su deambular termina mostrándose casi fantasmal. Por otra parte, se acerca al resto de su filmografía en los momentos más íntimos de la narración, cuando Jean se reencuentra con la única mujer a la que supo amar, y a la que sigue amando a pesar de que ya no quede más que su recuerdo. Ahí, a través de marcados movimientos de cámara que reencuadran y reflejan a los actores en espejos, y de zooms que implican la consciencia fílmica de las imágenes, Suwa recupera la tradición del mejor cine portugués y amplía el espectro de referencias que habitan en el interior de su film, como ese canto de Léaud que remite a una escena de Weekend de Jean-Luc Godard y que supone una forma inmejorable de honrar al séptimo arte, de confirmar(nos) que su película es, casi por accidente, trascendente.

San Sebastián 2017: Östlund se llevó la Palma

lunes, octubre 09, 2017 0 Comments A+ a-

Obviamente, el título de esta entrada se refiere principalmente a la Palma de Oro del Festival de Cannes, donde The Square -que inauguró la sección Zabaltegi-Tabakalera en este Zinemaldia— toma, en lo que resulta ser a todas luces un verdadero acto de coherencia, el testigo de Yo, Daniel Blake como uno de los premios más vergonzantes y maliciosos en la historia del certamen galo. Por su parte, entre infinidad de categorías donde lograría ocupar un puesto de honor por su capacidad para destacar negativamente, el nuevo trabajo del cineasta sueco también se llevó la palma a la película que más me ha enfadado en mucho tiempo. Dadas las circunstancias y mi falta de interés por realizar una crítica cinematográfica de la obra —aunque no por ello dejaré de hacer ciertos apuntes—, me permito el lujo de hacer uso de la primera persona del singular, algo de lo que últimamente he renegado.


Si bien es cierto que en cada edición del festival la Sección Oficial es más hueca e incoherente que en la anterior, el bajo nivel de la última no debe justificar la decisión del jurado presidido por Pedro Almodóvar; pero, como anunciaba en el párrafo anterior, se trata de una elección inmejorable si nos paramos a reflexionar acerca de la política del festival y del palmarés entregado por George Miller en la pasada edición. Porque, si Yo, Daniel Blake termina siendo algo ofensiva y de mal gusto desde sus nobles intenciones y su nula valía cinematográfica, The Square obtiene ese mismo resultado desde la malignidad, como si Östlund se hubiera propuesto contentar al jurado cannoise una vez estudiado el patrón a seguir por el certamen. El director de Play ha creado así —de forma más que meritoria— la evolución perfecta para la obra de Loach, aunque su (mal)trato hacia los más desfavorecidos es del todo intencionado, algo que queda patente cuando en un momento de la película se habla de una serie de colectivos como minorías, como la lacra social: inmigrantes, vagabundos, discapacitados, mujeres, etc... Además de dichos grupos, hay que añadir al arte contemporáneo como una de las víctimas de la superioridad moral del cineasta, que se propone arremeter contra absolutamente todo y todos, entonando un 'mea culpa' que no es sino una falsa autocrítica que reemplaza al falso distanciamento que encontrábamos en su cine anterior a la también premiada en Cannes Fuerza mayor.


Con tan solo cinco trabajos en su haber, la aún escueta filmografía del nórdico se encuentra divida en dos partes. En la primera —donde obviamos sus cortometrajes y su primer largo—, compuesta por las execrables Play e Involuntario, su estilo se resumía en una sucesión de generales y lejanísimos planos fijos sin acompañamiento musical externo cuyo fin no era otro que aparentar imparcialidad para con lo filmado, generalmente sucesos que realmente ocurrieron —Östlund siempre se encarga de recordarlo, como si necesitara justificarse— y que suponen un buen reflejo de la realidad social de su país. Lógicamente, esa pretensión de objetividad se quedó en eso, una mera utopía, pues la manipulación a través del montaje cinematográfico se encargaba de construir un discurso con un claro posicionamiento ideológico y moral. Por su parte, su segunda etapa, compuesta por Fuerza mayor y The Square, está caracterizada por disminuir notablemente la distancia de sus clásicos planos fijos, dado que ahora la cámara debe acercarse al punto de vista de unos personajes masculinos que seguramente sean trasuntos del propio cineasta, derribando así la inútil barrera de la objetividad.


Ese acercamiento, en principio positivo por desligarse de una premisa imposible de cumplir por un director como el sueco, resulta terriblemente contraproducente en la película que aquí nos ocupa. Como se trata, en definitiva, de mirar por encima del hombro a todo aquello que le rodea, de reafirmarse como un ser superior o algo por el estilo (aunque flaquee, que lo hace, se le permite una redención a la que el resto de personas/personajes nunca aspiran, pues no son más que objetivos a los que disparar, de los que reírse o a los que dejar en evidencia), todos los supuesto actos de buena fe que realiza Östlund —en este film el mánager de un museo de arte contemporáneo— para "salvarse" son escritos y ejecutados llevándose alguna que otra víctima por delante. Menos dudas hay acerca de su relación con el único personaje femenino relevante de la cinta —interpretado por Elizabeth Moss—, cuya última aparición en pantalla completa una descripción de la mujer tan perversa como repugnante. En cuanto al estilo, la aparición de ligeros paneos trata de añadir complejidad a una puesta en escena nada inspirada —ni siquiera cuando se trata de justificar el alargamiento de algunos gags—, intentando jugar con el fuera de campo sin mucho éxito. Por último, la repetitiva melodía que sirve como añadido musical es definitoria de la gratuidad de la propuesta, desde su extensión temática hasta la temporal. The Square, la última broma del adalid del humor irrespetuoso, es una obra detestable del primer al último plano.

Verano 1993 - Realidad fracturada

viernes, junio 30, 2017 0 Comments A+ a-

Resulta bastante complicado acercarse, por muy diversos motivos, a la que sin duda se ha convertido por mérito propio en la película revelación del año en España. Verano 1993, la ópera prima de Carla Simón, llega a los cines después de haber sido premiada en los festivales de Berlín, Málaga y Cannes. La cinta narra la historia real de la directora en un período muy concreto de su vida: tras perder a sus padres a los 6 años, se vio obligada a abandonar la ciudad para trasladarse al campo con sus tíos, que desde ese momento pasaron a ser sus padres adoptivos. El principal problema de uno de los filmes más inflados de los últimos años es lo lejos que se encuentra en todo momento de "lo cinematográfico", del arte de narrar a través de las imágenes. Si las palabras de Simón dejan entrever este distanciamiento (inexplicablemente, (se) ha hablado en todo momento de su debut como una "historia real", cuando se supone que lo que estamos viendo es mucho más que eso, como mínimo una "PELÍCULA basada en hechos reales"), sus actos no hacen más que refrendarlas. 


En primer lugar, no es nada fácil adivinar las intenciones de la cineasta con este trabajo, dedicado a su madre biográfica. El desarrollo dramático, superficial y superfluo a partes iguales, dificulta la tarea de tomar en consideración la opción del análisis del duelo desde una perspectiva infantil; todo cambio interior (o exteriorización de sentimientos) de la protagonista viene dado por una notoria manipulación exterior: mientras la escritura de los diálogos y de los personajes está siempre supeditada a los caprichos de la trama, el punto de vista que adopta la cámara revela fines un tanto dudosos por la incoherencia del mismo. Una vez tomada la decisión de situar la cámara a la altura de los ojos de la niña (salvo para introducir algunos planos generales sin un sentido demasiado claro), es un fallo imperdonable que todos los sucesos clave de la narración sean introducidos verbalmente, en ocasiones sobrepasando las barreras de la lógica. 

Supone un grave inconveniente por su naturaleza la ardua tarea de realizar una película en la que los hechos pasados forman parte del presente, debiendo echar la vista atrás de manera que la inocencia de la infancia se imponga a la madurez de la visión adulta. En la resolución de este quimérico equilibrio, no solo se traiciona el punto de vista empleado (la información que se nos proporciona nunca está en consonancia con aquella que podría asimilar una niña de 6 años), sino que además la pequeña es convertida en una especie de ser omnipresente que escucha nítidamente conversaciones y discusiones desde cualquier lugar. La aparición de esos recursos manipuladores entra en contradicción con la honestidad y la sencillez de las que pretende hacer gala la cinta. 


Como decíamos, la información suministrada por los adultos en diferentes conversaciones se convierte en el motor de la narración, impidiendo observar cambios sustanciales en la situación de Frida sin que un golpe de efecto lo motive. Y la verdad es que disponía de muchos elementos para lograrlo: primer contacto con la religión a través de algunos símbolos, cambio de un entorno urbano a uno rural, entrada en su vida de una hermana que se podría convertir en una amenaza... Pero en lugar de explorar de una forma hasta cierto punto sensorial el cambio sufrido por la niña a raíz de la muerte de sus padres y su posterior mudanza -tanto física como emocional-, los esfuerzos de Simón parecen ir encaminados a convertir a los padres adoptivos en personajes malvados. De manera totalmente inconsciente, el verano de la protagonista en la ficción queda marcado por el (mal) trato de sus padres hacia ella en lugar de hacerlo por un proceso mucho más complejo como es la pérdida de los progenitores y la posterior adaptación a una nueva vida. Tan maniquea como impersonal y arbitraria en la labor de dirección, Verano 1993 es un ejercicio autobiográfico dolorosamente intrascendente.

Moonlight - Tipos duros

jueves, febrero 09, 2017 0 Comments A+ a-

Moonlight es un ente extraño; una película que no parece pertenecer a ningún lugar concreto. Apareció de la nada en el festival de Telluride y fue cosechando fama y buenas críticas hasta llegar a los Oscar de la mano de a saber qué académicos. Pero incluso ese desarrollo de los acontecimientos esconde algo extraño, pues no es una película de “Oscar” a no ser que se piense en ella como un trabajo para limpiar la imagen de una academia poblada de dinosaurios viviendo sus últimos días de gloria entre estertores que anticipan la llegada inminente e inevitable de un nuevo cine, no necesariamente mejor pero sí más libre. En ese caso, se entiende mejor la inclusión entre las máximas nominadas de una película sobre negros homosexuales (dos temas que no se habían atrevido a juntar hasta el momento) cubriendo así la cuota de cine para tranquilizar conciencias del año. Porque queda claro nada más ver Moonlight que no es una película nominable, y menos aún con tanto bombo, sino más bien un trabajo propio de los circuitos independientes europeos; con alma de cine social y un fondo tremendamente humanista.

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Por otro lado, es curioso pensar en Moonlight como cine LGTB. Lo es porque precisamente sea más merecedora de esa etiqueta que casi ninguna película con personajes LGTB estrenada estos años. Y con todo, debido a su forma sutil de enfocar la homosexualidad, no como una pulsión sexual que debe ser satisfecha sino como una realidad tras la fachada de la masculinidad autoimpuesta, probablemente pase de forma velada por ese “circuito” de cine en el que, erróneamente, se cataloga de cine LGTB a películas que lo único de activista que tienen es que muestran personajes homosexuales o transexuales. En contraposición, Moonlight esconde todo eso para desarrollarse, de forma quizá más realista, en el mundo afroamericano de Estados Unidos.

Este mundo, dominado por la pobreza y la desesperación, y que tan bien fue representado en series como The Wire, es un lugar absolutamente masculino, heterosexual, en el que el poder lo consiguen los más fuertes; los más implacables: los más machos. El triunfo de Moonlight es, pues, representar todo esto no como algo imposible de superar sino como una fachada tras la que existen realidades ocultas, pero realidades, al fin y al cabo. Esta fractura entre ese mundo, durísimo y masculino y la homosexualidad está plasmada a través de su protagonista, Chiron, y enfocado como un recorrido de autodescubrimiento, más espiritual que sexual, a lo largo de toda su vida. Para ello el relato está dividido en tres partes, una por cada etapa más importante de la vida del protagonista, que sirven para tejer la personalidad de Chiron: un joven silencioso y no especialmente problemático que es moldeado por el duro ambiente en el que vive para terminar aparentando ser uno más.

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El eje del relato está claro y no se desvía en ningún momento, pero posee algunos problemas en la propia narración de la historia de Chiron que lastran moderadamente la película, sobre todo en aquellos puntos en los que es más complicado desarrollar la psicología del protagonista porque éste es demasiado joven. A medida que éste crece, el verdadero trasfondo de la historia empieza a tomar cuerpo y la dirección de Barry Jenkins, errática y algo desnortada, empieza a quedar más definida. Es entonces cuando Moonlight cobra verdadera fuerza y se erige como merecida nominada, si es que esto tiene algún sentido, y de algún modo justifica todas las alabanzas recibidas.

No es, desde luego, una película redonda, como algunos habían anticipado. Barry Jenkins no termina de encontrar de forma coherente una voz propia con la que narrar esta historia de represión; a ratos no sabe si intentar impactar a través del movimiento u oxigenar el relato mediante planos fijos, pero en cualquier caso el conjunto es potente y revela una sensibilidad inaudita para tratar un tema tan sutil y complejo como éste. En Moonlight se encuentran muchas realidades que nunca han sido contadas, y también mucha empatía y humanidad. Es una película que se las apaña para poner de manifiesto lo complejo de la condición humana; que ésta no se puede discernir a simple vista, sino que requiere de una mirada profunda y sincera. Probablemente Moonlight sea un poco abrupta, pero es terriblemente bella.

Crítica escrita por Guillermo Martínez