Festival de San Sebastián 2016 (5)

domingo, octubre 23, 2016 0 Comments A+ a-

Quizá estarle dedicando tantos textos a la Sección Oficial no haya sido una buena idea. Quizá algunas de las películas más dañinas de cuantas se ha hablado no merecían nuestro tiempo, el de los acreditados de prensa. Lo único positivo, probablemente, es que sobre algunos de los títulos más relevantes, especialmente los visionados en la sección Perlas, se han escrito ya unas cuantas palabras a su paso por otros festivales (muchos de ellos incluso han sido estrenados ya en nuestras salas), así que nunca viene mal hablar de otras cintas más desconocidas, aunque su nivel deje mucho que desear. Sobre el papel, ese tipo de cobertura, centrada en la Sección Oficial, debería ser la más enriquecedora, pues a priori se trata de la columna vertebral de la gran mayoría de festivales. En cualquier caso, esta entrada dará por concluido el repaso que hemos realizado en este blog de la misma, que dejará lugar a palabras mucho más entusiasmadas sobre películas que, valga la redundancia, han conseguido entusiasmar.


El invierno, ópera prima de Emiliano Torres, no es una película sobre la que vayamos a leer o escuchar demasiadas opiniones entusiastas. Es más, dado su ritmo lento y contemplativo, han sido (y serán) más abundantes aquellas en las que sea lapidada porque, según los acreditados más avispados, "no pasa nada" en ella. El relato, que aporta una visión desesperanzadora sobre el avance del capitalismo y los daños que causa en los lugares más insospechados (en este caso, la Patagonia Argentina), se sirve únicamente del paisaje y de unos pocos personajes para retratar un intercambio generacional (que se termina convirtiendo en algo mucho más concreto: el capitalismo frente al individuo desarmado) marcado por las inclemencias temporales del invierno y la forma de subsistir en la más absoluta soledad.

Intachable en cuanto a su coherencia narrativa, con un aprovechamiento excelente de elementos mínimos que se mantiene hasta las últimas consecuencias (incluso cuando el film se desnuda y se muestra como un western), el debut de Emiliano Torres se precipita en el tramo final. Afortunadamente, el uso de las elipsis y la constante influencia del paisaje, así como la belleza y potencia de cada una de las tomas, consiguen mantener el nivel de una modélica ópera prima. Ahora está por ver cuántos pasos hacia adelante puede dar el cineasta argentino, que confirma a Cristian Salguero como un actor capacitado para transmitir veracidad y contundencia en cada uno de sus gestos.


No todo sería malo para el thriller español en la Sección Oficial. Tras haber dejado escapar la verdadera joya del año en este género, Tarde para la ira, sería Sorogoyen el encargado de darnos una alegría. Que Dios nos perdone es el primer largometraje del madrileño después de Stockholm, su excepcional primer trabajo en solitario. Antes de entrar en materia y valorar las virtudes y los defectos de este policíaco que ofrece una limpia e interesante mirada sobre la ciudad de Madrid en 2011, en plena visita del Papa Benedicto XVI, con la ciudad intransitable, hay que aclarar que había muchas dudas en cuanto a las capacidades de Sorogoyen como realizador. El cambio respecto a Stockholm era bastante drástico, por lo que nadie sabía cómo de bien podía desenvolverse tras las cámaras en una tensa e interminable investigación policial.

Pues bien, en este momento, con dos cintas tan diferentes y tan satisfactorias a sus espaldas, podemos afirmar que nos encontramos ante uno de los directores más talentosos de nuestro país. Por encima de todo, Que Dios nos perdone es una película maravillosamente dirigida; un thriller que, bebiendo de algunas fuentes que ni siquiera merece la pena nombrar (sin ir más lejos, encontramos reminiscencias a tres de los mejores policíacos del siglo), es capaz de transmitir a las mil maravillas la incertidumbre y el caos de una visita que revolucionó la capital. Y es muy de agradecer un film así, que se sirve de los mecanismos del thriller hollywoodiense para hablar de nuestra sociedad sin caer en la copia o en la reelaboración impersonal.

Todos los méritos se deben a la estupenda labor de Sorogoyen, que construye una atmósfera opresiva que no deja respiro, generando una tensión que posibilita la complicidad emocional del espectador, con un soberbio trabajo de cámara que esquiva por todos los medios la monotonía. Si en Stockholm se apoyaba en el plano fijo para narrar los escabrosos acontecimientos de su segunda mitad, en esta ocasión nos sorprende con un virtuosismo inesperado, filmando algunas secuencias de acción como si llevara toda la vida haciéndolo. Para rematar la jugada, Antonio de la Torre y Roberto Álamo incrementan el poderío de la obra con sus descarnadas interpretaciones, especialmente en el caso del segundo, que nunca había estado tan bien.

Entonces, ¿hay algo que flojeé en la película? Por supuesto. Aunque fuera premiado de forma inexplicable, el guion, escrito a cuatro manos por el director y su colaboradora habitual, Isabel Peña, no está a la altura de las circunstancias. Pese a que Sorogoyen consigue plasmar la naturalidad pretendida en los diálogos, el desarrollo de la trama y los protagonistas deja mucho que desear. Sin ser ni mucho menos unidimensionales, sus vidas personales son tratadas con torpeza y de refilón, y el devenir de los acontecimientos en que se ven inmersos se muestra caprichoso en alguna que otra ocasión. Pero todas las piezas están bajo el control de un hombre que tenía muy claro lo que quería contar, y, especialmente, cómo quería hacerlo. ¿Cuál será el siguiente paso en la carrera de Sorogoyen como cineasta?


El broche de oro lo pondría el mejor trabajo de la Sección Oficial y mi favorito de todo el festival. En La reconquista, el cuarto largometraje del madrileño Jonás Trueba, encontramos dos películas que se retroalimentan. Sin saber exactamente cuál de las dos partes tiene mayor relevancia en la otra, lo que es evidente es la duración de cada una de ellas, mucho mayor en el caso de la primera, que narra una (brillante) noche de reencuentro entre Olmo y Manuela, donde observamos los cambios que han sufrido en los últimos quince años, así como ellos recuerdan las cosas que sentían y las que se prometieron cuando no eran más que adolescentes (también principiantes, pero eso lo serán siempre, hasta el fin de sus días). Todo ello filmado prestando especial atención a los silencios -que narran por sí solos lo que la segunda mitad hace en imágenes-, que contrastan con otros momentos donde los cuerpos son el único objetivo de la cámara.

En la segunda mitad se construye una nueva película, que viene a rellenar todos los huecos y a profundizar en los personajes que conocimos en la noche madrileña. El tempo narrativo se transforma por completo y el montaje sintetiza todo un verano (o más) transmitiendo una evidente sensación de continuidad, cuando en la primera mitad había establecido una clara ruptura entre cada una de sus secuencias. Quizá este sea el mayor logro de la mejor obra de Trueba hasta la fecha, en la que por fin demuestra que, más allá de su obsesión por filmar fragmentos de su vida o la de otras personas, vividos o simplemente imaginados, es un excelente director y un perfecto dominador de la puesta en escena.